Ella, él -Capítulo 3-

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Caminaba despacio, entre una niebla espesa, que le impedía ver más allá de la punta de su nariz. Sus pisadas eran un suave murmullo entre el silencio de la noche. Suspiró. El frío le helaba por dentro, y exasperado por sus manos heladas se las acercó a la boca, hechando aire caliente para que entraran en calor. Pero sus esfuerzos fueron en vano, puesto que tenía más frío aún, si cabe.
Tras unos instantes, un crujido tras de él le alertó de que no estaba solo. Sin embargo, tras mirar largo rato a sus espaldas comprobó que no había nadie. Pero estaba completamente seguro de que le seguían. Su corazón palpitaba con furia, mientras aumentaba el ritmo, asustado. De pronto, la voz de una mujer irrumpió su caminata. Se dio la vuelta de nuevo, pero al igual que antes, no había nadie. Alguien le susurró algo ininteligible, asustándolo aún más. Miró a todos lados, sin ver ni un alma, por lo que pensó que serían imaginaciones suyas. Avanzó a tientas entre la niebla. Poco a poco iba despejándose, pero seguía sin tener visión de lo que le rodeaba.
<> Aquellas palabras le hicieron estremecerse. Comenzó a toser al notar que algo le presionaba el cuello, dejándole sin oxígeno. Gritó con las pocas fuerzas que le quedaban, aún sabiendo que nadie le escucharía estuviese donde estuviese. Pero se equivocaba. Alguien se acercó a su lado, y él cayó al suelo al ser soltado por aquella extraña presencia. Un hombre calvo y corpulento le miró de cerca, intentando comprender por qué había gritado. La cara de Ronald estaba algo amoratada por la presión. Aquel hombre le ayudó a incorporarse, y sin ni siquiera agradecerle que apareciera por allí, comenzó a correr con desesperación.

Ella sonrió ante su acto de hombría. Rió al oído de aquel hombre, que días antes fingía ser un marido ejemplar. Y el odio que llevaba acumulado le hizo reventar.
Le cogió por la pechera de la chaqueta, haciéndole levitar ante ella. Su cara era la viva imagen del pánico, mientras que ella sonreía como nunca lo había echo. Le hizo girar entre la blanca niebla, que ella misma había creado, mientras pronunciaba palabras al azar. Los ojos de Ronald se salían de las órbitas. A punto estuvo de vomitar, sino fuera porque no llevaba nada dentro del estómago. Tras esto, le hizo caer aparatosamente, tal vez rompiéndose algún hueso. Pero eso no la hizo detenerse. Aprovechando que estaba en el suelo, apretó su garganta con toda la fuerza que le fue posible sacar de su interior, que era mucha. Su cara se tornó roja, convirtiéndose en algo más oscuro, tirando a violáceo. La sangre manaba de una de sus piernas, manchando su pantalón. Lissa le dio un beso gélido en los labios, con odio, antres de ver cómo se desmayaba por la falta de oxígeno. Dejó de presionar sus cuerdas vocales, dejando así que el oxígeno entrara a trompicones. Pero ya no respiraba. Se alejó, contenta por el trabajo. Le pareció demasiado fácil.
Pero, cuando uno juega con la muerte, nada puede hacer.

Ella, él -Capítulo 2-

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Sentado en el parqué de la habitación contempló con ojos vidriosos la escopeta que descansaba sobre el suelo del pasillo. LLelvaba así varias horas, pero él parecía no notarlo. Una lágrima resbaló por su mejilla, cayendo al suelo. Su respiración era suave, pero por dentro se acumularon los sentimientos que le obligaban a perder la compostura. De pronto apartó la vista, se secó las mejillas con la manga del jersey se levantó. Abrió el armario de un tirón, de donde sacó una mochila enorme. Allí metió toda su ropa y algo de dinero. Tras esto, fijó la vista en la habitación. No regresaría.



Bajó las escaleras rapidamente, cargando con la bolsa. Una vez en la planta de abajo, suspiró ruidosamente y se encaminó al exterior con paso ligero. Tarde o temprano descubrirían el cuerpo de Lissa y no había forma de retroceder en el tiempo. Así, con el corazón desbocado, caminó arrastrando los pies, sorteando los charcos, hacia un lugar en el que no le encontrasen.




Sonriente, acarició su tripa. Allí dentro había una personita que en varios meses lloraría a cada momento que pasase.


Lissa se acercó a una silla de la cocina y se sentó en ella, ignorando el echo de que ya no le hacía falta. Tamppoco tenía hambre, así que deció salir a dar una vuelta antes de que su marido volviera. Salió de la casa, y no se dio cuenta de que ya no necesitaba abrigarse. De que ya no sentía frío. Caminó hasta llegar a la carretera. Una vez allí se dirigió hacia el mercado. Allí, descubrió que la gente no se fijaba en ella. Pero lo pasó por alto. Varios minutos más tarde se alejó del tumulto del sábado por la mañana y paseó por el gran parque que pertenecía al pueblo. En él, los niños jubaban tranquilos, sin darse cuenta de nada. Tan solo un perro le gruñó al pasar, pero le pareció algo normal. Volvió a casa tras una larga caminata, pero ella seguía bien, no estaba cansada. Fue el contacto de la colcha de la cama lo que le hizo recordar. Un fugaz recuerdo en el que ellos dos se besaban apasionadamente. Volvió a la normalidad varios segundos después. Se asustó al ver encima del armario un arma. Se incorporó y lo intentó alcanzar. Cuando su mano rozó el borde del fusil otra ola de recuerdos se abalanzó sobre ella. El recuerdo de la bala atravesando su cuerpo la enfurenció. Frunció el ceño y se dijo que jamás se lo perdonaría. Jamás