Las sombras de la oscuridad-Capítulo 10-

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Cuando despertó, estaba entre los árboles, que la protegían del frío viento que azotaba con fuerza las copas de los árboles. Una niebla algo espesa descendía hacia su posición, dejándola sin visión durante al menos una hora, en la cual Selma se quedó sentada, contemplando el horizonte -que no podía divisar-

Pensó en la noche anterior, y cerró los ojos intentando no ver aquellas imágenes. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, puede que por el frío, o tal vez por la sensación de desamparo y de miedo que paralizaba su cuerpo.
Estaba más que harta de aquella situación, pues ella era la víctima de sus garras, de sus engaños, y pronto también de sus colmillos. Quizás Sam estaba muerto, pues parecía estar en peores condiciones que aquella mujer que la había salvado de aquel monstruo. Había comenzado a cogerle cariño a aquel chico -algo más que cariño, por desgracia o por suerte- pero la noche anterior lo había pasado muy mal para continuar queriéndole. En sus ojos había visto como intentaba contenerse con todas sus fuerzas, pero luego se abalanzó sobre ella como un perro -gracioso, pues eran sus enemigos mortales- hambriento y desamparado. Pero anteriormente, había notado que la miraba demasiado, puede que para comprobar si era cierto que tenía en su poder a una humana de sangre sana y dulce. Tarde o temprano debía ocurrir, pues un humano y un vampiro jamás pueden convivir. Ley de vida.


Sus ojos se abrieron con el sol de madrugada, y a su lado, Steph hizo el mismo movimiento.
- ¡Joder! -maldijeron los dos al unísono, mientras cogían sus ropas a la máxima velocidad posible. Un sueve rayo de sol rozó el omóplato de Sam, quien se retorció de dolor al notar que ardía. Steph gritó al ver que los árboles no podían tapar toda la luz del día. Sus miradas, asustadas, volaban de un lado a otro del pequeño bosquecito intentando encontrar una solución coherente. Lo único que podían hacer era atravesar el conjunto de árboles, hasta llegar a la casa, donde tendrían que cobijarse hasta que de nuevo llegara la noche. Steph se agarró a la mano de Sam, como en los viejos tiempos, y juntos recorrieron el estrecho camino hasta llegar a la húmeda habitación de la colina, que estaba bajo suelo. Por una ventana se colaban algunos diminutos rayos de sol, pues la niebla comenzaba a acercarse desde el interior del bosque. Posiblemente si se acercara lo suficiente podrían regresar por los pasadizos de las cloacas, pero para eso tenían que recorrer un gran trecho, y a pesar de que el sol no daba demasiado calor aún, un simple y suave rayo quemaba sus blancas pieles al segundo, como le había ocurrido a Sam. Para eso sería genial el amuleto, pero el problema era que los documentos no estaban por ningún sitio. Sag había buscado y rebuscado en la casa de Selma mientras su madre compraba. Su hija había desaparecido, y los policias vigilaban de vez en cuando la casa, por lo que debían tener cuidado de no ser vistos, y aún así buscó, sin dar con ninguna pista de su escondite. Sam no podía permitir que hicieran daño a ninguna de las dos mujeres. Negó con la cabeza, sin darse cuenta de que Steph le miraba, atenta a cada movimiento. Se acercó a él, sensualmente. Él hizo una mueca, para evitarla, a pesar de que la noche anterior lo había pasado demasiado bien. Ella, reaccionó bastante bien, creyendo que era su herida la que le daba la lata.

Las sombras de la Oscuridad -Capítulo 9-

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Se abalanzó sobre ella tan rápido que no pudo correr siquiera. Sus colmillos afilados estaban a punto de introducirse en su cuello, cuando algo le apartó de ella, con violencia. Escuchó las palabras de odio que surgieron de su boca. Era una mujer rubia la que la había salvado de ser devorada por aquel repugnante ser. Selma se fijó en que ella también era vampira, pues sus largos colmillos la delataban. Silenciosamente fue alejándose de la escena, donde ambos intentaban lanzarse a la yugular del otro con dureza, en una lucha encarnecía en la que parecía superarle la chica. Encogida de miedo, corrió, esperando que ninguno de los dos la siguiera. No había luna, o por lo menos ella no la habñia visto aún. Estaba sofocada, pero se obligó a seguir entre los árboles. Aún los gruñidos de los dos vampiros, que al parecer, seguían intentando matarse. Estaba tan asustada que su piernas la condujeron a través de la oscuridad sin rumbo fijo. En aquellos momentos preferiría no haber tenido el privilegio de ser la "elegida" para guardar los documentos. Entonces recordó que el amuleto que llevaba colgando de su cuello era de plata, o por lo menos parecía serlo. Sin embargo recordó como Sam habría seguido de no ser por aquella chica. No entendía nada, y no podía pararse a pensar en aquellas cosas, pues debía alejarse lo más rápido posble de aquella pelea, si no quería salir herida. Llegó lo más lejos que pudo, pero incomprensiblemente seguía oyendo el jadeo continuo y sus cuerpos al chocar. Cayó rendida, sn saber donde estaba y si desperteraría o no volvería a ver la luz del sol. No quiso pensarlo más y cerró los ojos.



Sus miradas se cruzaron de nuevo, y ella gruñó, advirtiéndole.
- ¡Basta, Steph!
Pero sus palabras no surtieron efecto sobre aquella vampira, que se lanzaba una y otra vez buscando la forma de matarle. Ninguno de los dos podía manejar fuego, pues en ese caso morirían los dos, pero si sus dientes se clavaban en su cuello, caerían desfallecidos hasta ser incinerados-por llamarlo de alguna forma-
Ninguno de los dos quería caer en manos del otro. Y parecía extraño, pues el amor que siglos atrás les unía no se podía comparar a ningún otro amor entre vampiros. Pero un día él se fue de aquella ciudad, dejándole tan solo una pequeña nota, con buena caligrafía y un pequeñ corazón en una de las esquinas del papel. Y todo ello porque había matado a varias personas en su entorno, a las que la policía buscaba. No supo como reaccionar, a pesar de que él podía con más policías de los que había en aquel lugar. Pero no quería causar más daños a la especie humana, pues según Sag, pronto acatarían sus órdenes; es decir, serían sus esclavos. Y todo cambió para ambos. Steph encontró un compañero de caza bastante peculiar, pues era capaz de desaparecer ante ella sin dejar rastro. Y eso para los vampiros era muy diícil. Él le enseñó muchas técnicas para pasar desaparcibida para los humanos, aunque con los vampiros nunca funcionó.
Por el contrario, Sam volvió a ser un títere de Sag, a quien odiaba enormemente; y el sentimiento parecía sre mutuo. Pero si quería hacerse con los documentos debía ser paciente. Y había tenido la solución frente a él, puesto que aquella desconocida era la portadora de tan intrigante misterio. Pero había ocurrido algo, que nadie podría haber imaginado. Un vampiro, jamás se enamora de un humano, excepto en casos especiales. Algunos de estos se estudiaban en los colegos e institutos humanos e incluso en las universidades. Grandes obras adapatadas para ellos,que en un principio tenían por protagonistas a personajes de distintas razas entre sí. Y él, nada más y nada menos, era una de esas excepciones sin sentido de las que tanto se hablaba entre los humanos.
- Te fuiste, me dejaste sola...-sus ojos eran fieros, tanto, que hasta se asustó.- Y ahora he vuelto para matarte por lo que me hiciste.
Le agarró por la camisa echa ya jirones con una mano, y con la otra tiro de su brazo hasta colocarlo tras su espalda. Tras esto le dijo al oído, entre jadeos:
- Jamás te olvidaré, Steph -le recordó aquellas palabras que había pronunciado meses antes de desaparecer.- ¿Lo recuerdas?
Él le devolvió una mirada suplicante. Ella no quería matarle, en realidad, no. Y aquella mirada fue lo que le salvó la vida a Sam.
Éste, tras comprobar que Steph le soltaba poco a poco, se giro y acercó sus labios a los de aquella chica.
- Sabes que no podría olvidarte por nada del mundo. Lo sabes- el jadeo era ahora mutuo.
Le agarró del cuello, mientras él colocaba su manos en sus caderas, tan perfectas como recordaba. Saborearon aquel beso, excitados como hacía tiempo que no lo estaban. Su lengua bajó despació por su fino cuello. Sus pasos se perdieron entre los árboles, mientras las prendas caían al suelo, con pasión. Posó su lengua en su ombligo, mientras descendía lentamente, oyendo de fondo sus gemidos, que no hacían más que repetirse. Subió de nuevo y los posó sobre los suyos. Le agarró de los glúteos, y ella le rodeó los caderas con las piernas, empotrándose así contra un árbol cercano. Ambos se fundieron en un ir y venir de movimientos acompasados, llevados por las respiraciones entrecortadas de ella, que gemía sin descanso. Su voz se perdió entre la oscuridad del pequeño bosque que les rodeaba. Volvieron sobre sus pasos, y ella le tiró al suelo, separándose tan solo unos instantes. Una sonrisa se extendió sobre su cara, una sonrisa expresamente para él. Se sentó a horcajadas sobre Sam, notando como de nuevo su miembro se introducía en ella, con suma delicadeza, pero con lujuria. Cabalgó sobre él, viendo en sus facciones el placer que le estaba produciendo. Sam, al notar como ella se mojaba, comenzó a subir la intensidad con la que la prenetraba. No paró hasta que un gemido provocado por el orgasmo les hizo separase.
Pero su cabeza no estaba en aquella mujer -vampira- que tenía a su lado.

Las sombras de la oscuridad -Capítulo 8-

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Atravesó el pasillo con aire despreocupado, a pesar de que nadie la espiaba ni pensaba seguirla allá donde iba. Desvió la mirada varios metros hacia la izquierda, y lo que sus ojos destinguieron en la oscuridad la hicieron sonreír. Una puerta metálica que debía de dar al canal, para aparecer después en alguna alcantarilla. Estaba segura de que Sam conocía aquel camino, y que la habría utilizado más de una vez para no ser visto. El simple roce de sus manos con la superficie metálica hizo que algún mecanismo se activara y abriera la puerta con un simple "click". Miró dentro del claustrofóbico agujero -pues no se le podía llamar de otra forma, dadas sus reducidas medidas- y maldijo el momento de regresar a aquel antro bajo tierra. No supo exactamente como, pero unos segundos después, apareció al otro lado, donde las aguas arrastraban todo tipo de objetos.

No tuvo tiempo de pensar, pues a lo lejos vio una silueta que caminaba silenciosa. Su vista de vampira, desarrollada tras años de experiencia le hizo saber que aquel era Sam. Cuando a penas había llegado donde aquella sombra había estado, descubrió con asombro como se bifurcaba el canal. Allí, de nuevo, perdió su pista. Se introdujo silenciosa por el derecho. Al rato comprendió que ya no podía seguir más, puesto que aquella elección había sido la errónea. Volvió atrás, sobre sus pasos, pero se perdió entre las cloacas que se rompían una y otra vez en más y más túneles sin salida. Apretó los dientes con fuerza, y continuó cruzando los túneles, eligiéndolos al azar, cuando un pestilente olor la obligó a recular varios pasos atrás. Frente a ella, en el suelo, había un cuerpo, putrefacto, en vías de descomposición, al que al parecer-por las marcas amoratadas de su cuello-habían ahorcado. Un poco más allá, vió otro, esta vez su sangre estaba derramada, y un hilillo corría por las aguas turbias de las cloacas. Sus sentidos, al oler la sangre de aquellos cuerpos, se activaron al máximo, averiguando así, por casualidad, el lugar por el que Sam había escapado.


La oyó prederse entre los pasadizos de las cloacas, mientras él desaparecía de su vista. Descendió varios metros, que le parecieron kilómetros, pues el silencio que allí reinaba era de todo menos agradable. Así, al rato salió de allí, para adentrarse en las tinieblas de la noche, en busca de Helena. Pero cuando regresó a la pequeña habitación ella no estaba allí. Corrió colina abajo, buscando entre los árboles, pero seguía sin aparecer
- ¡Mierda!-dijo en alto, ignorando el hecho de alguien le pudiese oír. <> cerró los ojos lo más fuerte que pudo, y al hacerlo oyó el crujido de las hojas cerca de allí. "Voló" en silencio a través de la oscuridad, que para él no fue impedimento para encontrarla, acurrucada entre dos arbustos un poco más grandes que ella. En un acto reflejo, Selma colocó sus manos en posición de defensa, como para protegerse de algo. Una sonrisa de alivio apareció en sus finos labios. Al no notar nada sobre se ella, quitó las manos de su rostro y le miró fijamente.
- Pensé...pensé que tú eras...-suspiró aliviada, aunque aún no estaba segura de que fuera la forma más indicada de actuar ante un vampiro. Él le tendió la mano, esperando que acogiese el gesto, pero Selma se levantó sola, ignorándole.
- ¿Quién creías que era? -su cara comenzó a perder el color, y frunció el ceño, buscando la respuesta. Pero no pudo concentrarse mucho más tiempo, notaba como su autocontrol se iba agotando con cada latido de aquella chica.
- Alé...jate...-sus palabras eran entrecortadas, y Selma no comprendió a que se refería.
De pronto sus ojos comenzaron a clarear. Cerró los puños en un intento de controlar su sed. Ella lo notó y se apartó poco a poco, mirando de vez en cuando atrás. Para su sorpresa, Sam no desapareció, sino que se agachó frente a ella e intentó contenerse allí mismo. Pero no pudo hacerlo. Sus ojos cobraron una intensidad imposible. Los colmillos se alargaron, sobresaliendo de su boca. Selma se asustó, y gritó, pero no le dio tiempo a comenzar a correr, cuando sobre ella todo se tornó negro.

Las sombras de la oscuridad- Capítulo 7-

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Mientras su cabeza daba vueltas al respecto, vió en sus ojos aquel movimiento, y antes de que ella le clavara sus largas uñas en la carne, él la paró con sus fuertes manos. En su mente, todo se agitaba, pero por fuera expresaba aquella dureza típica de los vampiros como él. Ella no se dejó engañar y reculó un paso para después, en apenas unos segundos, abalanzarse sobre él, como un perro rabioso. Seguía pensando el por qué de aquella reacción, pues sus ojos dejaban ver la furia que guardaba bajo aquella coraza de chica buena, pero seductora a pesar de todo. Sus manos le asiaron como si de un preciado tesoro se tratase, pero Sam fue más rápido e impidió que sus colmillos desgarrasen su piel y carne. Con toda su furia, y evitando los recuerdos que se agalopaban en su mente, como pequeños aguijones, retrocedió y se acercó al escritorio. Allí, se apeó sobre la mesa y cogió la silla, lanzándola por los aires. Ella no tuvo tiempo de reaccionar, cuando la silla se estampó en su cara, haciendo que la rabia que intentaba contener aumentara. Se dio impulso con el borde de la cama y se lanzó hacia Sam, quien no pudo esquivarla, y tan pronto como la vio por los aires, ya estaba encima de él, preparada para atacar de nuevo si se removía.
- Maldita sea, Steph...-pronunció aquellas palabras entre dientes, a pesar de que no le inflingía dolor alguno.- ¿Cuánto tiempo ha tardado Sag en convencerte?
Ella por su parte, le dió un bofetón tan fuerte, que resonó en las paredes.
- Así que crees que es Sag quien me ha convencido...-siseó, sintiendo como él se removía bajo su peso.
- Piénsalo, Steph-la miró fijamente, pero ella rechazó aquella mirada.
- ¡Cállate maldito cabrón! -no tuvo problema en decirlo, incluso, le llegó a gustar.
Pasmado por sus palabras, intentó zafarse, pero le tenía totalmente retenido. Hizo un último esfuerzo, y con todas las fuerzas que le fue posible, lanzó a la chica por los aires. Gritó de dolor cuando un pedazo de carne se desprendió de su cuerpo. Algo parecido le pasó a ella, que había caído justo en el borde de la cama. Esta se había clavado en su espalda. Pero ella, ajena al dolor, seguía gritando improperios, como poseída. <> se dijo, asustado por su comportamiento. Ella solía ser tranquila, pacífica, pero la Steph que estaba frente a él parecía ser otra persona. Sus plateados ojos, mostraban ahora una furia innata en ella, quien jamás se había enfadado ni por asomo con él. Entonces su mente le recordó algo que era de gran importancia. Si él moría, Helena estaría desprotegida. Y no podía permitirlo.


Al otro extremo de la ciudad, Selma -o Helena- se dispuso a atravesar la puerta de la entrada, pues era de día, y necesitaba salir de aquel antro. Cuando tras varios intentos, consiguió traspasarla, respiró hondo. Allí fuera todo era de un color amarillento, por las hojas de los árboles, que le daban al paisaje un aspecto realmente bonito. El sol, en lo alto en esos momentos, le produjo un instantaneo calorcito, a pesar de ser otoño. No dudó un instante en continuar a lo largo del estrecho camino que varios días antes había recorrido frente a la mirada constante de aquel chico, que más tarde había irrumpido en la habitación hormigonada, helándola por completo, extrañamente. Pensó en los documentos, si no sería mejor entregárselos a los vampiros. Si lo hacía, regresaría a la vida normal, pero corría el riesgo de ser víctima de sus colmillos, pues con el pequeño amuleto serían más que poderosos. Por eso estaba la duda en su mente, porque en su interior no deseaba por nada del mundo entrégarselo.

Sam no pudo contener una pequeña sonrisa, a pesar de que la situación no era graciosa en absoluto.


Steph le perseguía de un lado a otro, llevada más que nada por la rabia que tantos años había guardado en su interior, tras la marcha de Sam muchos siglos atrás. Sus colmillos buscaban su cuello y su piel, tan blanca como la luna llena. Ardía en deseos de agarrarle, de saborear sus besos, pero tan solo podía limitarse a acabar con él. Tarde o temprano debía cumplir con las órdenes de Sag si quería mantener su vida de inmorta y hacerse con "El Amuleto de la Luz" como ella misma había apodado al pequeño aparatajo, que les protegía de la luz solar. A contancto con su fría y pálida tez, se comportaba como una película transparente que evitaba el contacto de su piel con los rayos de sol que tanto daño les inflingían. Con este objeto se harían con el mundo entero si era preciso, aunque su ambición no era tanta. Suspiró al recordar que primero tenía que matar a Sam para hacerse cargo de la chica, descubrir su escondite y el escondite de los documentos. Una vez conseguidos estos propósitos, entonces finalizaría su trabajo. Avanzó varios pasos hasta colocarse en la posición adecuada para saltar sobre el vampiro. Sonrió cuando de nuevo se hizo con su cuerpo, colocándose con brusquedad sobre él, acercando sus labios a su boca. Con sus largas uñas escarlata, del mismo color que su carmín, acarició su rostro con delicadeza, mientras le miraba fijamente, descubriendo así en su mirada aquel deseo que tantas veces había visto durante mucho tiempo. Jamás dudo de sus posibilidades para conquistar, pero en aquellos momentos, sintió como el poder que ejercía sobre él era cada vez mayor. Inspiro con fuerza y le susurró, aún sobre él, que a penas se movía.
- No puedo dejarte vivo...-cerró los ojos, pronunciando estas palabras con la máxima sensualidad que le fue posible- pero quizá pueda darte algo que ansíes, ¿no es así, querido Sam?
Él no respondió, pero notó como su mirada se tornaba brillante, ante sus palabras. Y de pronto, como la otra vez, algo le impulsó a alejarse de ese sentimiento, empujándola contra una pared atestada de dibujos, de la que se desprendieron algunos, cayendo sobre el frío suelo en el que el vampiro estaba aún tumbado. La ira aumentó cuando abrió los ojos y comprobó que no había cedido a sus encantos. Él se levantó de golpe, ignorándola, y desapareció por la puerta, tranquilo, frente a su mirada de asombro. No dudó ni un solo instante en dsaparecer tras él, pero al llegar al hall del edificio subterráneo, perdió la pista. Cerró los puños y golpeó la pared más cercanas, situada muy cerca de ella. Con este golpe, algo metálico sonó al otro lado. Una satisfactoria sonrisa apareció como por arte de magia en su cara.

Las sombras de la oscuridad -Capítulo 6-

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Arrimó la puerta de tal forma, que cuando alguien pasase por el pasillo, sería visto desde su cama, en la cual dibujaba extasiado. Tenía miedo -la primera vez en su longeva vida- de que ocurriese algo inesperado. Ya no podía ni confiar en su sombra.

Su ojos se tornaron vidriosos, al recordar las escuálidas faciones de Selma tan aterradas que parecía que iba a desfiguararse de un momento a otro. Se le encogió el alma cuando su mirada se cruzó con la suya. Jamás había visto tanto terror en un humano. Se acercó a ella, pero no fua capaz de continuar, pues su pulso era tan acelerado que con tan solo un paso más, sus venas habría explotado de la velocidad y adrenalina. Había vuelto a casa, tras preguntarle una y otra vez que era lo que había ocurrido, pero ni siquiera conseguía articular palabra. Por su mente pasaban miles de pensamientos. Ninguno agradable.

Sus ojos seguían fijos en el lugar en el que aquel chico había aparecido. Estaba segura que no habían sido imaginacione suyas, pues aquello parecía tan real que ni se imaginó por un momento que alguien pudiera estar jugando con su mente. Alguien que quería causarle más que daños. Alguien que quería acabar con ella de cualquier modo posible. Y ya había dado el primer paso. Un gran paso.

Oyó sus pasos, el sonido de los tacones al chocar con el suelo del pasillo, y tras esto, entrevió sus andares decididos, llevados por unas caderas perfectas y unas piernas largas, tal vez infinitas. Vio como se acercaba a la puerta, e indecidida esperaba que algo la impulsase a llamar a aquella puerta entre abierta. Él sonrió, feliz de verla de nuevo. Carraspeó. Y ella sonrió a su vez. Abrió la puerta con firmeza y se acercó a él. Ambos se abrazaron con cariño:
- Pensé que no nos volveríamos a ver, Sam. -dijo ella, con una gran sonrisa en su pálido rostro.
- Pues aquí me tienes, y no creo que sea casualidad.
Ella asintió, pero extrañamente, parecía apesumbrada.
- Ha pasado mucho tiempo, y si te soy sincera, te echaba de menos.
Se sentaron en la cama, mirándose fijamente, recordando viejos tiempos. Ninguno de los dos creía estar contemplando al otro, tras tantos siglos sin verse. Claro está, ninguno había cambiado considerablemente, pues les era muy difícil.
- Pero... en realidad vengo por algo un poco más complicado.
La sonrisa que antes había exhibido, poco a poco se borraba de su rostro, y pasaba a ser una mueca un tanto amarga.
- ¿Qué ha pasado, Steph? -dijo Sam, mirándole fijamente a los ojos. Aquellos ojos motados, dorados, que siglos antes le habían encandilado.
- Sam. He venido por los documentos. -la miró extrañado. No era tan grave como había esperado. Pero ella no había acabado de hablar- Sag te encargó un trabajo, y aún no has acabado con él.
- Stephanie. No es tan fácil como...-ella le interrumpió, impidiendo que hablara con dos dedos, que se posaron sobre sus labios.
Retiró la mano. Miró al suelo, y con voz queda lo dijo:
- Quiere que te mate, Sam.


Su mirada iba de un lado a otro de la húmeda habitación, por si volvía. Llevaba así varias horas, imaginando como reaccionar si regresaba. Había pensado hacerle frente, pero era una estupidez, puesto que con un simple soplido suyo, ella estaría en el suelo. Otra posibilidad de que acabase todo el martirio, era entregarle aquellos preciados papeles, pero se arriesgaba demasiado a que de verdad lo utilizaran en su contra. No era fácil hacerse con aquello, y por casualidad le había tocado a ella y a Natalie. Ahora le tocaba protegerlos con su vida, como su amiga había hecho.


Muchos siglos atrás, un humano había investigado a cerca de los vampiros, que cada noche cazaban cerca de sus tierras. Al cabo de muchos años de seguir a estos seres a través de sus cacerías, y espiar sus vidas, había llegado a la conclusión de que la luz del sol les producía unas quemaduras que les provocaban la muerte súbita, a pesar de ser unos "no muertos". Por ello este hombre había patentado un objeto que permitía a los vampiros sobrevivir aún expuestos a la luz del sol. Años más tarde, tuvo que esconderlo de los vampiros, pues querían hacerse con él a toda costa, lo que produjo un enfrentamiento bastante peligroso. Lo guardó todo en unos documentos que en esos momentos ella tenía en sus manos. Si aquellos seres se hacían con ello, entonces los humanos estarían acabados. Y no podía pasar por su culpa.

Las sombras de la oscuridad -Capítulo 5-

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El crepúsculo descendió sobre la gran ciudad, inundándolo todo de un brillante color rojizo. Sam esperaba ansioso que el cielo se oscureciera por completo para volver con aquella desconocida. Cuando, al fin, pudo salir de allí, su estómago comenzó a rugir con fiereza, pero intentó no pensar en sangre y continuar así hasta volver con la chica. Cuando llegó, ella estaba acurrucada en una esquina del cubículo, y el vaho que salí de su boca con cada respiración daba a entender que el ambiente estaba helado.

Se acercó poco a poco, hasta quedar frente a ella, quien con un tono quedo susurró: - ¿Has...has vuelto? -sus labios estaban tan amoratados que algo le oprimió el pecho.
- Tengo que traerte algo que te dé calor...tal vez una manta gruesa...Volveré enseguida.
Y ante su mirada atónita y -sin duda- congelada, desapareció sin dejar rastro, como una sombra en la oscuridad.
Temblaba como una hoja, a punto de caer de su árbol, y el frío la dejó paralizada, esperando que aquel ser de ojos violáceos regresara. Se adiaba a sí misma por pensar aquello, pero era su única opción. Posiblemente estaba ganándose su confianza para poder matarla después... Retiró aquellos pensamientos de su mente, y se obligó a pensar en otras cosas. Estaba inspeccionando más a fondo el pequeño espacio en el que se hallaba -era húmedo, frío y todo de hormigón. Posiblemente un escondrijo durante la guerra civil, ya que estaba bajo suelo- evitando así pensar en lo congelada que estaba, cuando una extraña sensación le recorrió la espalda, como si unos ojos se clavaran en ella. Se dio la vuelta de de golpe -evitando gritar al sentir las punzadas de dolor que produjeron sus músculos ateridos- pero en aquella desolada habitación no había nadie. Sin embargo, tras aquella fugaz mirada, algo crujió en el exterior. Pero el sonido se extinguió al instante, por lo que se hizo a la idea de que lo hubiese producido un animal. Varios minutos después, él estaba de nuevo allí. No dijo nada, sino que colocó unas tres mantas sobre ella y se sentó a su lado.
- Aún no se tu nombre...-susurró mirando al suelo.
En un susurro apenas audible pronunció un nombre. Tenía miedo de que lo utilizara para algo con fines viles, así que mintió con agudeza, sin que apenas se notara:
- Helena...
Él sonrió, ajeno al embuste.
- Bonito nombre.
Selma asintió con la cabeza, omitiendo una pérfida sonrisa. No era dificil engañarle. Fingió no oir su voz cuando dijo, con tono suave su nombre:
- Helena...
Se hizo la dormida, evitando así que continuara interrogándola, puesto que si se dejaba llevar, lo más probable era que le sonsacara el lugar en el que supuestamente se "escondían" los documentos.
- Pues mi nombre es Sam y... -musitó en un tono tan bajo que apenas llegó a sus oídos. Al darse cuenta de que ella ya dormía, dejo la frase sin terminar.-espero que descanses, Helena...
Despertó, sobresaltada, al notar como de nuevo se apoderaba de ella esa extraña sensación; como si alguien la espiase. Seguía siendo de noche, posiblemente hubiera pasado todo el día durmiendo. Pero Sam no había regresado aún. Ya se encontraba en perfecto estado, había recuperado el rubor de sus mejillas y sus manos estaban calientes. Así, decidió investigar por los alrededores. Aquella estancia estaba situada sobre una colina, rodeada de árboles y arbustos que dejaban caer sus hojas por la estación. Por ello, estas descendían sin cesar hasta posarse en el suelo, produciendo así un gran manto amarillento. Caminó despacio, evitando hacer ruido. La noche se cernía sobre el horizonte como un gran manto oscuro, que tenebroso, hacía que las sombras se alargaran y el silencio que lo inundaba todo fuera aterrador. A pesar del miedo que la inundaba, continuó caminando a través del sendero que se extendía hacia más allá del filo del horizonte, aunque no pretendía ir muy lejos. Y de nuevo, el vello de su nuca se erizó. Alguien la seguía. Silenciosamente, descendió un trecho, hasta quedar a un lado del camino. Miro de reojo hacia atrás, pero como simpre, no había nadie. Le costaba respirar, y los latidos de su corazón le retumbaban en los oídos. El miedo la dejó paralizada unos instantes, pero al poco rato, sus piernas se desplazaron en dirección a la casa. Una brisa gélida se coló por entre su camiseta, poniéndole así la piel de gallina. Seguía notando que la espiaban, pero actuaba como si no ocurriese nada. Entró en la habitación hormigonada y se sentó en la esquina más alejada de la puerta, esperando que lo que la seguía entrara a torturarla en cualquier momento. Se nubló su vista, pero no perdía de vista la puerta de madera. Sentía un miedo tan grande que pensó que en cualquier momento se desmayaría, pero no fue así. Las mantas le cubrían las piernas, como si aquello fuera a impedir que fuese atacada si así debía ser. Notó de nuevo esa sensación. esta vez quiso hacer frente a la situación, pero una bola en el estómago le impedía levantarse si quiera. No dudó un instante en gritar cuando un chico entró sigiloso. Su mirada proclamaba su fuerza a los cuatro vientos, y sus fuertes músculos no lo negaban. La gélida sensación que había setido antes se instauró la habitación, haciendo que las paredes se cubriesen de minúsculos trocitos de hielo. Alzó las comisuras de los labios para formar una gran sonrisa, con relucientes dientes. En sus ojos se apreciaba un atractivo malévolo, seductor; que a diferencia de los de Sam, tenían un punto frío que no le gustaba nada. El grito se extinguió, sin llegar a ser más que un pequeño susurro. Fue incapaz de pronunciar palabra, y al parecer, al chico que tenía frente, eso le encantó.
Se rió en silencio, mientras ella le miraba, aterrada por completo. Olía su sangre frensca y palpitante en sus venas, y la boca se le hizo agua. Pero recordó que Sag le había advertido. No querían volver a perder de nuevo los documentos por sus estupideces. En realidad no debería estar allí. Pero no estaba demás conocerla. Agudizó el oído, sin desmontar su armadura seductora. De nuevo él, que volvía de cazar. Estaba harto de sus interrupciones. Sus ojos se ennegrecieron, y aquel cubículo volvió a su estado normal cuando Sam apareció por la puerta, con fuerzas renovadas. Pero lo que vio le dejó estupefacto.

Las sombras de la oscuridad -Capítulo 4-

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- ¿Sam?

Nadie respondió. <> se dijo Larry, cuando regresó de cazar. Aquella noche no había encontrado a su compañero en ninguna zona de caza, y se había sorprendido, puesto que jamás se perdía ni una sola cacería. <> acertó de lleno. Esperaba que no se metiese en nada gordo. No quería verle morir entre las llamas a él también. Siguió buscando por todos los sitios que llegaron a su mente, pero en ninguno encontró a Sam. Frunció el ceño. Aquello olía a chamusquina. Y nunca mejor dicho...


Se coló en una alcantarilla, tan rápido como una bala, sin que nadie se diese cuenta. Atravesó los túneles de las cloacas -un conducto muy utilizado por los vampiros que se entretenían en la cacería- hasta llegar a una bifurcación. Meditó varios segundos, hasta que recordó el camino correcto, y tiró hacia el lado derecho. Sus pies estaban empapados, y su ropa algo sucia. Cuando llegó al final varias ratas escaparon del sonido de sus pasos, al tiempo que Sam finalizaba el recorrido introduciendose en una pequeña rendija en el lado izquierdo. Poco a poco aquello fue aumentando de tamaño, hasta ser del tamaño de un armario. Dió con una puerta de hierro forjado, que se abrió sola al contacto con su piel. Apareció en el hall del edificio, donde vivían todos los vecinos. No era exactamente un edificio, puesto que estaban bajo suelo, solo los vampiros. Llegó a su habitación, y se encontró a Larry con cara de preocupación. Sonrió.
- ¿Acaso me echabas de menos? -le preguntó.
No le devolvió la sonrisa, sino que se tumbó en la cama y cerró los ojos. Podían estar sin dormir, más o menos, una semana, pero la mayor parte de las noches dormían, puesto que su tiempo era tan largo que llegaba a aburrirles.
- Larry, sabes que me he entretenido...-odiaba mentirle, pero era para no meterle en más problemas- alguna vez debía pasar.
Pero su respuesta no fue la que deseaba escuchar:
- Mira, Sam, sabes que no me voy a inmiscuir en tus asuntos... -abrió los ojos y le miró fijamente- pero no soy tonto. Sé que andas metido en problemas.
Suspiró, y tras una breve pausa, en la cual Sam no dejó de mirarle, continuó hablando, esta vez más pausado.
- Puedes contármelo, no me quedan muchas horas de vida. Quizás me quede días, así que espero que quieras confiar en mí.
Recordó las palabras que le había dicho a aquella desconocida y pensó en que ni siquiera sabía su nombre. Lo averiguaría la noche siguiente. Procuraría descansar, y tranquilizar a Larry.
- No pasa nada, Larry. ¿No puedo retrasarme ni un solo día?
Negó con la cabeza. Aquello también le recordó a "la chica sin nombre"
- No te he visto por la zona de caza. Y siempre nos cruzamos.
Suspiró, intentando darle un poco de dramatismo al asunto, pero al parecer no lo consiguió, asi que decidió dejarlo por ese día.
- Esperaba que confiaras en mí.
- Y lo hago.-terminó la conversación con unas secas palabras. Abrió el primer cajón de la mesilla y sacó un folio y un lapicero nuevo. Tras esto, se tumbó en la cama y la dibujó exactamente igual, detalles incluidos. <> pensó en aquella mirada llena de miedo, tal vez de odio. La entendí perfectamente, puesto que él también odiaba ser quien era. Suspiró, cansado, y se recostó sobre la cama, intentando descansar un poco. Pero su cabeza le llevaba siempre al mismo lugar, donde había dejado a la chica. <> intentó tranquilizarse, pensando que allí estaría segura. Pero lo que uno piensa no es siempre lo real.


Se apoyó sobre uno de los codos e inspeccionó aquel extraño lugar, donde aquel vampiro de ojos violáceos la había dejado. Recordó aquellas últimas palabras y suspiro. Varios segundos después se golpeó con la palma de la mano y pronunció en alto:
- Pero que idiota eres, Selma. Ahora es un vampiro, tu mayor enemigo-comenzaba a delirar, hablando sola. Pero no había nadie allí para advertirle- ¿Qué será después? ¿Un hombre lobo?
Puso los ojos en blanco y decidió descansar. Quería volver a casa, pero algo se lo impedía. Algo extraño. Mágico podría decirse.
<<¿Soportarás un día sin mi protección?>> aquellas palabras aparecieron en su mente, pero no eran suyas. Eran la voz de aquel vampiro. <> se dijo, incapaz de comprender aquellas palabras. ¿Se estaría volviendo loca?
No supo cómo lo había hecho, pero de pronto notó que sus palabras llegaron a la mente de aquella chica. Se asustó al ver el revoltijo de imágenes y pensamientos, como una gran pantalla de plasma. No hurgó más en aquel espacio, sino que "huyó" de todo lo relacionado con su mente.





Las sombras de la oscuridad -Capítulo 3-

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Caminó arrastrando los pies sobre el asfalto oscuro, cruzando las calles medio sonámbula, y tan solo parándose en algún que otro semáforo. Había dormido horriblemente mal. Cada algo más de tres horas, ya estaba de nuevo despierta por las pesadillas que azotaban su mente. Sueños en los que aquellos seres chupa-sangre le convertían en uno de ellos. Se preguntó por qué no habrían acabado ya con ella. No era tan difícil, y ella no era peligrosa. ¿Por qué no estaba ya muerta, como Natalie, o convertida? No quería saber la razón, simplemente porque sino había ocurrido algo de eso era porque la necesitaban. Para algo malo, seguro. Sino, ¿por qué no acabar con ella de una vez? Se encongió de hombros y continuó su camino, adormilada, hasta llegar a clase. Una vez allí, el día se hizo tan corto que se sorprendió de que las clases hubieran acabado ya. Cuando salió al exterior, de nuevo volvió esa angustia de la que se había olvidado por unos momentos. No pudo evitar sentirse así, pero le aterraba aquella idea de que la fuesen a tortura o algo parecido. Así, se dio mucha más prisa en llegar a casa, donde -extrañamente, puesto que era vulnerable en cualquier lugar- se sentía segura. Su madre la miró preocupada.

- Selma, cariño, ¿estás bien?
Selma asintió, sin mediar palabra y continuó subiendo las escaleras, hasta el piso superior.
Se desnudó y se metió en la ducha, donde el agua fría la sacudió, dejándola exhausta. Necesitaba algo que la despejara, que no fuera el café. Odiaba el café.
Se acostó temprano, algo extraño viniendo de ella.
- A ti te pasa algo, Selma.-su madre insistía, y por más que le decía que no, ella no mitigaba sus esfuerzos. Y su instinto no fallaba, pero no debía enterarse. O correría mayor peligro que al que ya estaba expuesta. Apagó la luz tras sacar a su madre de su habitación y se recostó sobre la almohada, dispuesta a dormir. Y sí, cerró los ojos. Pero su descanso se vio de nuevo interrumpido por el crujir de las hojas del jardín, que como la noche anterior la inquietaron con creces.
Cerró los ojos y esperó que no se hubiese enterado. Corrió a esconderse entre dos árboles que le taparían de su vista, y en apenas un segundo ya estaba allí, lejos de su mirada. <<¿Cómo puedo ser ten imbécil y torpe?>> se maldijo Sam, harto de fastidiarla siempre en el último momento. <>
Se separó de la ventana un milímetro, lo suficiente para ver un breve movimiento entre los árboles del jardín. No pudo contener un débil grito de angustia, que apenas se oyó. <> le faltaba el oxígeno para pensar si quiera. Se separó despacio del cristal, intentando que aquel vampiro no la descubriera asomada allí, cuando aquellos ojos de color violáceo se posaron en ella, mirándola fijamente desde el otro lado del cristal. Su corazón se paró, de golpe, y tras varios segundos de shock, volvió en sí. Miró a ambos lados de la habitación. No había salida, debía aceptar su muerte. <> Asintió decidida y en un acto de rebeldía, abrió la ventana dejando que aquel ser entrase en la habitación. Le tembló el pulso, pero al fin consiguió abrirla. Él Sonrió. Era la sonrisa más perfecta que había visto nunca. <> Como si sus pensamientos hubiesen sido dichos en alto, él cerró sus labios, y posó su vista en la vena ahorta, que palpitaba jugosa.
- ¿Qué quieres de mí? -susurró respirando agitadamente -Mátame si es lo que deseas.
La miró fijamente, con aquellos ojos violáceos, tan extraños en la raza humana, pero tan comunes en la raza de los vampiros. Contuvo la respiración.
- No quiero nada más que esos documentos que posees. Te dejaré vivir si me los entregas. -a pesar de que era sincero, Selma no se creyó ni una sola de sus palabras.
- No me dejarás vivir -respondió resollando.
Acobardada, fue incapaz de adelantar un paso para que se diera cuenta que no era tan débil como parecía. Pero como se temía, ni sus piernas actúaban ya por medio de su cabeza.
- Lo haré. Seré compasivo por una vez en mi longeva vida- se extrañó de sus palabras. Sonaban como esos libros antiguos, típicos de grandes bibliotecas donde hay un espacio para "lectura antigua". Aún así, seguía sin fiarse.
Negó con la cabeza, dando a entender que pensaba lo contrario.
- Además -comenzó a recuperar la voz poco a poco- no están de mi mano. Ya no.
Él se rió en silencio y pronunció aquellas palabras:
- Eres realmente preciosa, ¿lo sabías?
Selma hizo una mueca de asco, que dejó bien claro que no pensaba responder.
- No entiendo por qué, si tan atemorizada estás, me has dejado entrar.
- Mátame ya si es lo que deseas. No te lo voy a impedir. -Aquellas palabras eran estúpidas, puesto que era considerablemente inferior a aquel ser.
La sonrisa no desaparecía de su rostro, como si le hiciera mucha gracia sus comentarios.
- No te mataré. Quiero los documentos.
Tragó saliva ruidosamente, y su pulso comenzó a acelerarse cuando se acercó a ella, paso a paso.
- No te tengo miedo -mintió.
Él ni siquiera sonrió, pero sus brillantes ojos le delataron. Sus pasos crujían, sobre el suelo de parqué. A cada paso que aquel ser daba, Selma se acercaba más a la puerta. Miles de pensamientos cruzaron su mente a una velocidad vertiginosa. Revoloteaban en su interior, como mariposas. Y para su sorpresa lo único que consiguió pronunciar antes de caer al suelo fue:
- Moriré contemplando tus ojos.- aquellas estúpidas palabras que marcarían para el resto de sus vidas.
La cogió entre sus brazos, cuidadosamente, y saltó de tejado a tejado como una sombra. La rapidez era su fuerte, y no ser visto con aquella humana era su prioridad. Sag no debía saber de aquello. Además, los documentos no estaban en ningún sitio. Fue incapaz de dar con ellos.
Cuando ya había encontrado el lugar ideal para esconder a la chica, esta despertó, extenuada.
- Tu... tu no me...-no pudo mediar palabra, le era imposible.
- Duerme, yo te protegeré de él. No te preocupes.
Ella quería confiar, lo notaba en su mirada, pero confíar en un vampiro no era algo fácil, a pesar de que no la había matado. Decidió rendirse, no sin antes contemplar de nuevo sus ojos, que la miraban sin descanso.
El sol comenzó a salir. Sam debía salir de allí si no quería tener problemas.
- Espérame...-le dijo a Selma, protector- No te muevas, estaré aquí de nuevo e cuanto anochezca. No regreses a tu casa, ellos te estarán esperando.
Selma asintió, obediente. Para su desagrado, empezaba a gustarle.

Las sombras de la oscuridad -Capítulo 2-

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"Menudo sábado" pensó, rememorando lo ocurrido. Una lágrima rodó por su mejilla, y se coló en su boca. Se obligó a pensar en algo que no tuviera relación con su amiga, pero todo le recordaba a ella. "Idiota" se dijo a sí misma, en silencio. Desde allí, podía ver la luna. Una gran luna blanca. Fijó la vista en las carpetas de la estantería. No quería que le atacasen también a ella. Tenía miedo, y debía admitirlo. Le hubiese gustado meterse en la cama de su madre, para que la protegiera, como aquella vez, cuando su padre no volvió. Se consolaron mutuamente, acordando dejar de llorar, ambas. Y allí estaba ella, derramando lágrimas como para dar de beber a un regimiento. Se rió de su propia ocurrencia, y al poco cerró los ojos para dormirse en apenas unos minutos.


Las pulsaciones eran cada vez menores. Rítmicos latidos acompasados, que sonaban como una melodía en sus oídos. Pero se contuvo de entrar y beber cada gota de aquel manjar. Descendió con pasimonia hasta el alféizar de su ventana. Su mirada se posó sobre aquel cuerpo inmóvil que descansaba entre sábanas de algodón. Su cabello negro resaltaba en la almohada blanca y a la luz de la luna, tenía un brillo sorprendente. No se le escapó ni un solo detalle de aquella pequeña habitación. La cama, dispuesta frente a una estantería repleta de libros. Las zapatillas, sobre la alfombra negra, que adornaba el suelo del cubículo. Un armario, a la derecha de la chica. Y a su izquierda, bajo la ventana, un pequeño escritorio. Algunos cuadernos y varios libros descansaban sobre aquel trozo de madera. Le extrañó que no hubiese bajado la persiana de su haitación, puesto que se exponía a un peligro mayor si la dejaba subida. "Que simples son los humanos" pensó sonriente. Tras esto, descendió hasta la planta inferior, bajando por el canalón. Ni siquiera se escondió para evitar que le vieran. Y nadie le vio. En el interior, todo estaba tranquilo. Recorrió las habitaciones y salitas con la mirada, esperando encontrar los documentos que debía llevar a Sag, pero allí no había nada.
Volvió al piso superior, trepando por un árbol, y saltando después a la primera ventana.

Se despertó de pronto, al oír un gorpe sordo en su ventana. Su carozón latía acelarado. Se temía lo peor. Pero allí no había nadie, lo que le hizo encogerse de miedo. Sin embargo, se armó de valor suficiente como para destaparse -todo un logro, ya que el miedo la tenía paralizada- y acercarse a la ventana. Sus pies descalzos se resintieron al contacto con el frío suelo. Pero unos goterones de sudor recorrían su rostro sin piedad. El pelo se le pegaba a la cara, pero ni siquiera se atrevió a quitarse el pelo de los ojos, por miedo a que ocurriese algo. Sus ojos se achicaron para vislumbrar algo en la oscura noche. Sabía lo que aquellos seres podían hacer, pero no podía hacer nada por evitarlo. En los cuentos solían decir que repelían los ajos y el agua bendita, pero ninguna de esas cosas les hacían daño. Posiblemente la plata sí. Se tocó el collar que llevaba colgando en el pecho, un regalo de su padre, antes de irse para siempre. Y sí, por suerte era de plata. Las ramas de los árboles se movían con brusquedad, de un lado a otro, zarandeadas por la fría brisa que azotaba el exterior. No fue capaz de asomarse, por miedo a ser atacada; así que tras estar un buen rato delante de la ventana, esperando acontecimientos, se decidió a volver a la cama, sin perder un solo momento de vista el cristal que le separaba del exterior.
Se asomó de nuevo a la ventana, sin que ella le viera. Se había asombrado por el color de sus ojos; era preciosa. Bajó al suelo sin el menor ruido, y caminó despacio, hasta llegar al barrio pobre. Allí, se alimentó de aquellos pobres humanos, a quien nadie echaría en falta. Volvería, y acabaría con el trabajo.



Las sombras de la oscuridad -Capítulo 1-

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Respiró agitadamente. Había corrido a través de las calles vacías -era demasiado pronto- hasta llegar a aquella estatua, frente a la Biblioteca. Se atusó el jersey y se sacudió los pantalones, nerviosa. En un acto reflejo se dio la vuelta de golpe, pero comprobó que allí no había nadie. Entró despacio, intentando disimular que le faltaba aire, hasta llegar a la sección de Física. Recorrió la estantería en busca de algo interesante, que le pudiese ayudar en el exámen. Pero estaba tan nerviosa que no pudo concentrarse. En sus manos estaban aquellos documentos. Y no podía evitar mirarlos de reojo.

Se sentó en una mesa, con un libro escogido al azar, y aquellas carpetas que se había llevado de la casa de su amiga, ahora muerta. Estaba segura de que habían sido aquellos repugnantes seres, que cada noche rondaban los barrios pobres de la ciudad, buscando algo que llevarse a la boca. Pero al parecer se habían cansado de aquella sangre. Fijó la vista en el primer folio de una de las carpetas.
"Proyecto sacrificio" rezaba el título, en letras grandes. Bajo aquel titular, en letras algo más pequeñas se explicaba todo lo relacionado con esto. Respiró hondo. Fue pasando las páginas ansiosa, pero se tranquilizó al saber que estaban todas y cada una. Al cabo de una hora, dejó el libro en su sitio, y salió a la calle.


- ¡Maldita sea, Larry!- dio un puñetazo sobre la mesa.- Ella tenía aquellos manuscritos en su casa... ¡Y no se te ocurre otra cosa que matarla!
Apartó un bote de un manotazo, haciéndolo caer al suelo. Larry dio un respingo, pero no se agachó a cogerlo.
- Yo... Sag, yo... No sabía...- su voz sonaba atemorizada, pero Sag le miraba con fiereza, sin pararse a sopesar si quiera sus palabras.
Se levantó agilmente, y con porte magistral se acercó a él.
- Dime ahora que no has sido tú; te cortaré en pedazos y te echaré al fuego. Abrasador...- salió de la habitación dejando que aquella palabra volara en la mente de Larry, martirizándole. Se dejó caer sobre la silla de cuero. Habría llorado, pero era imposible que cayera una sola lágrima por sus mejillas.
Sus ojos marrones se oscurecieron hasta ser de un color negro azabache. Su pálido rostro no hacía más que desfigurarse al imaginarse echo pedazos, sobre un fuego ardiente. Se levantó de golpe e intentó calmarse. Volvió a su habitación lo más despacio que pudo, esperando que Sam no hubiese llegado ya.
Cuando abrió la puerta, vio que su compañero ya estaba allí. Pero para su sorpresa no pronunció palabra.
Cerró la puerta detrás suyo y se tumbó sobre aquel incómodo colchón, que la mayor parte de las veces hacía de sillón improvisado. A su lado había varios bocetos a lápiz. En uno aparecía un niño, de carnosos carrillos, algo robusto y con un brillo especial en sus ojos. Debajo, una mujer esbelta, de larga cabellera y prominentes pechos parecía querer decir algo. Sus dibujos, como siempre, eran extraordinarios. Sonrió lo más que pudo cuando notó que Sam le clavaba la vista, en busca de su aprobación. Los retiró de la cama y los guardó en un cajón, lleno de dibujos como aquellos.
- ¿Cómo es que habéis llegado tan tarde?- continuó dibujando, concentrado en unas líneas que parecíans ser los labios de un hombre.- Ya hace rato que ha amanecido.
- Lo sé- asintió Larry con la cabeza.- Volvimos algo más tarde de media noche, cuando aún no habías vuelto. Sag me llamó para que fuera a su despacho.
Al oír aquello, dejó el lápiz junto al folio y le miró interrogante:
- ¿Qué ha pasado ahora? ¿Te has vuelto a meter en líos?
Volvió a asentir.
- Pero esta vez son graves... -le contestó- Maté a la portadora de los documentos, y estos han desaparecido. Pero creo que aún ignora la última parte... Sino, ya habría acabado conmigo.
Lo vi escrito en su mirada. Pronto no nos volveríamos a ver.


Selma llamó al timbre. Varios segundos después apareció su madre aún en pijama. Miró la hora en su reloj. Las 12:34 de la mañana. Entró despacio, tanteando cada paso que daba. Miró a su madre de reojo. Ella ya se había fijado en aquellas tres carpetas, pero no hizo preguntas incómodas, sino que la dejó en paz. Subió las escaleras veloz, pensando el lugar ideal para esconder lo que portaba en sus manos. Dibujó un amplio círculo con la vista en su propia habitación, pero luego rechazó la idea con un leve movimiento de cabeza. Era demasiado corriente. Sería el primer lugar en el que buscarían. Fue entonces a la habitación de su madre. Pero aquello también era una mala idea. No quería causarle problemas. Miró a través del gran ventanal de su habitación. No podría esconderlo cerca de ella, pero tampoco lejos -sino quería perderlos por casualidad- así que la cosa estaba difícil. Entonces algo cruzó su mente. "Cuanto más a la vista, menos lo verán". Hizo hueco entre varios libros en su estantería. Cogió un gran trozo de papel y escribió "Literatura" sobre él. Lo pegó encima de su nombre, con mucho tiento, intentando que no se viera el boli negro que había escrito en la carpeta. En la otra colocó un papelito con un "Álgebra" de color azul. La última, llevaba un papelito con la palabra "Física". Satisfecha, fue a darse una ducha de agua caliente.


Subió al tejado, despacio y con delicadeza, sin hacer el menor ruido. Sus pies volaban sobre la oscuridad de la noche, como un pajarito sobre las copas de los árboles. Se sentó apoyando la espalda contra la chimenea que sobresalía de la casa sobre la que estaba, y contempló perplejo la gran luna, que se abría paso entre las nubes del cielo. Sag le había encomendado un "trabajillo", y desde luego, no le hacía la menor gracia. Pero debía acatar sus órdenes si no quería probar su furia. Varios chicos más habían muerto en el último mes, presas de sus mortíferas manos.
Un gato pasó a su lado. No le dio tiempo a reaccionar, cuando ya estaba muerto, seco de sangre. Sam se lamió los labios, complacido, a pesar de que apenas había sido un amargo trago. Pero era lo suficiente como para contenerse varias horas más, hasta acabar con su trabajo.

Las sombras de la oscuridad

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Dos sombras se agazaparon tras unos arbustos, a la espera de que algún desprevenido transitara aquella calle, ahora desierta.

- Vámonos de aquí, ¿no te das cuenta de que no hay nadie? -bisbiseó la primera sombra.
- ¡Maldita sea, tengo sed, Larry! - la segunda sombra respondió suspirando.
- Se acabó, mañana será otro día.
Larry fue el primero en salir, como si nada hubiera pasado, a pesar de que nadie vigilaba sus movimientos. Miró hacia el edificio que se extendía a sus espaldas, y se fijó en una de las ventanas que daban al callejón, en la parte superior. Una mujer de cabellos claros acunaba a su hijo mientras la abría. Se les hizo la boca agua al escuhar y oler las palpitaciones de la sangre en el interior de aquellos desconocidos.
- ¿Y si...? - A Oddie no le dio tiempo a terminar, cuando su compañero trepó hasta lo mas alto. Oyó el grito de la mujer, al ver como aquel ser se abalanzaba sin remedio alguno sobre ella y su pequeño. Y después; silencio.
Gruñó por lo bajo:
- No seré yo quien se quede sin comida y encima tenga que dar explicaciones.
Así, se lanzó hacia aquella ventana, de donde provenía aquel olor dulzón a sangre fresca.


Selma bajó las escaleras de dos en dos, pasando por el salón y llegando a la cocina. Esa mañana se había levantado antes de lo previsto para ir a la biblioteca, a pesar de ser sábado. Pero ese mismo Lunes tenía un exámen que debía preparar bien para no suspender. No se lo podía permitir.
Le dio un beso en la mejilla a su madre, quien se sorprendió de aquella muestra de cariño por parte de su hija, y cogió una tortita del plato grande. Un chorro de chocolate la inundó por completo. Comenzó a comersela, bastante más contenta de lo normal.
Tenía 22 años, pero aparentaba 18 por su físico escuálido, y su estatura. Destacaba por sus ojos azules turquesa. Esa mañana se había enfundado en un jersey de cuello alto negro -hacía bastante frío- y unos pantalones del mismo color.
Su madre hizo amago de coger el mando, para cambiar de canal, puesto que daban un reportaje estúpido sobre un hombre que presumía de musculitos. Pero en la pantalla apareció de pronto la foto de Natalie. Frenó el movimiento de su madre y se quedó con los ojos fijos en la pantalla. Un hombre canoso y de voz ronca se atusó la camisa y comenzó a hablar apesumbrado.
"Una mujer de 29 años llamada Natalie Lennam, y su hijo de seis meses, fueron asesinados la pasada noche del viernes. Los forenses explican las causas de esta muerte." A su lado, otro hombre, algo más joven comenzó a hablar. " Esta joven falleció al serle extraida toda la sangre del cuerpo. No sabemos que ha podido ocurrir ni cómo, puesto que no se han encontrado restos de balas ni agresiones y por lo que hemos podido investigar, tampoco hay huellas que aporten una pista al caso.
Apagó la pantalla y se puso en pie ante la atenta mirada de su madre.
- ¿Esa es...?- preguntó amargamente, al ver el sufrimiento que se escondía en los ojos de Selma.
Pero ella no respondió, sino que cogió su abrigo y salió corriendo de la casa.


Llegó sofocada al edificio de ladrillo, donde su amiga yacía muerta, entre policías. Intentó entrar por la puerta principal, pero uno de ellos le cortó el paso con la mano. Se sentó en la escalera, buscando la forma de entrar a la casa. Una idea se abrió paso en el tumulto de pensamientos de su cabeza. Se puso de nuevo en pie.
Caminó por el callejón hasta dar con la escalera de emergencia, que se comunicaba con cada uno de los pisos del edificio. Ascendió hasta llegar a la perteneciente a Natalie. Su brillante idea se convirtió en nula cuando al ir a abrirla, comprobó que estaba cerrada. Maldijo por la bajo, y sopesó la única opción que le quedaba para entrar en el piso. Cogió aire y se encaramó a la ventana, dándose cuenta, algo tarde, de que bajo sus pies no había nada. Solo aire. Un gritito de angustia salió de su garganta. Cerró los ojos fuertemente y con torpeza intentó encontrar un punto estable donde apoyar los pies. Un pequeño agujerito entre los ladrillos sueltos fue su salvación. Ya no colgaba sobre el vacio, por lo que la opresión en el pecho fue desapareciendo. Sin embargo el subidón de adrenalina seguía manejándola. Se apeó un poco más, hasta apoyar los codos en el alféizar e intentó subir una de las piernas. Cuando se quiso dar cuenta, ya estaba de rodillas frente a la ventana. Entonces se dio cuenta de otra cosa. Frente a ella había una ventana que posiblemente estuviese cerrada. Resopló, echa polvo e intentó no desesperarse. Algo que le resultó imposible. Bajo ella, a bastantes metros estaba el suelo. Un, en caso de caída, mortífero suelo. A su izquierda, la escalera de incendios. Y frente a ella, la maldita ventana. Suspiró desesperada y colocó los dedos, de forma que con un simple empujoncito cediese. Y para su sorpresa, así fue. Fue silenciosa, hasta tal punto que pensó en dejar su botas en la ventana. Se rió de su ocurrencia y se internó en la casa. Esa habitación era la de invitados, donde tantas veces había dormido, y donde jamás volvería a dormir. Abrió la puerta con sigilo y caminó por el pasillo. En la tercera puerta -la habitación de su hijo- un ajetreo de gente la devolvió a la realidad. Acababa de hacer algo ilegal, al haberse colado sin permiso de la policia. Pero eso era lo que menos le importaba en esos momentos. Abrió la puerta que quedaba a la izquierda y entró. Puso el pestillo y se quedó quieta durante unos segundos. Aquella pequeña haitación, convertida en estudio estaba formada por una mesa, que ocupaba la mayor parte de la pared, un pequeño armario y una silla de escritorio. Abrió el armario, silenciosamente. Dentro habia tres cajones y tres estanterioas, llena de libros y documentos clasificados en carpetas. Cogió una de ellas, en las que se leía, con letra gorda, su nombre. Lo apoyó en el suelo, y continuó su búsqueda, abriendo el segundo cajón. Encontró otros dos portafolios con su nombre. Y ahí acabó su búsqueda. Reculó poco a poco hasta llegar a la puerta. Se fijó en que todo quedara en su sitio, y con los documentos en la mano, abrió la puerta. Seguía oyéndose gente al otro lado de la puerta que quedaba justo enfrente. Volvió a la primera habitación, por donde se había colado y se asutó. ¿Cómo iba a llegar a las escaleras con las carpetas en la mano? El miedo la paralizó, pero se obligó a pensar, puesto que no podía quedarse mucho tiempo más. Se le ocurrió algo estúpido, pero que posiblemente serviría. Se desabrochó el cinturón y se lo enrolló en el estómago, dejando entre medias los documentos. Se subió el pantalón para tapar el borde de abajo, para que no cayeran y se apeó de nuevo a la ventana.


Cuando llegó a la escalera, dejó escarpar un suspiro de satisfacción por haberlo conseguido. Comprobó que los documentos estuvieran sanos y salvos y bajó hasta el suelo. Corrió a través del callejón hasta la carretera principal, para ir a la biblioteca.

Ella, él -Capítulo 3-

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Caminaba despacio, entre una niebla espesa, que le impedía ver más allá de la punta de su nariz. Sus pisadas eran un suave murmullo entre el silencio de la noche. Suspiró. El frío le helaba por dentro, y exasperado por sus manos heladas se las acercó a la boca, hechando aire caliente para que entraran en calor. Pero sus esfuerzos fueron en vano, puesto que tenía más frío aún, si cabe.
Tras unos instantes, un crujido tras de él le alertó de que no estaba solo. Sin embargo, tras mirar largo rato a sus espaldas comprobó que no había nadie. Pero estaba completamente seguro de que le seguían. Su corazón palpitaba con furia, mientras aumentaba el ritmo, asustado. De pronto, la voz de una mujer irrumpió su caminata. Se dio la vuelta de nuevo, pero al igual que antes, no había nadie. Alguien le susurró algo ininteligible, asustándolo aún más. Miró a todos lados, sin ver ni un alma, por lo que pensó que serían imaginaciones suyas. Avanzó a tientas entre la niebla. Poco a poco iba despejándose, pero seguía sin tener visión de lo que le rodeaba.
<> Aquellas palabras le hicieron estremecerse. Comenzó a toser al notar que algo le presionaba el cuello, dejándole sin oxígeno. Gritó con las pocas fuerzas que le quedaban, aún sabiendo que nadie le escucharía estuviese donde estuviese. Pero se equivocaba. Alguien se acercó a su lado, y él cayó al suelo al ser soltado por aquella extraña presencia. Un hombre calvo y corpulento le miró de cerca, intentando comprender por qué había gritado. La cara de Ronald estaba algo amoratada por la presión. Aquel hombre le ayudó a incorporarse, y sin ni siquiera agradecerle que apareciera por allí, comenzó a correr con desesperación.

Ella sonrió ante su acto de hombría. Rió al oído de aquel hombre, que días antes fingía ser un marido ejemplar. Y el odio que llevaba acumulado le hizo reventar.
Le cogió por la pechera de la chaqueta, haciéndole levitar ante ella. Su cara era la viva imagen del pánico, mientras que ella sonreía como nunca lo había echo. Le hizo girar entre la blanca niebla, que ella misma había creado, mientras pronunciaba palabras al azar. Los ojos de Ronald se salían de las órbitas. A punto estuvo de vomitar, sino fuera porque no llevaba nada dentro del estómago. Tras esto, le hizo caer aparatosamente, tal vez rompiéndose algún hueso. Pero eso no la hizo detenerse. Aprovechando que estaba en el suelo, apretó su garganta con toda la fuerza que le fue posible sacar de su interior, que era mucha. Su cara se tornó roja, convirtiéndose en algo más oscuro, tirando a violáceo. La sangre manaba de una de sus piernas, manchando su pantalón. Lissa le dio un beso gélido en los labios, con odio, antres de ver cómo se desmayaba por la falta de oxígeno. Dejó de presionar sus cuerdas vocales, dejando así que el oxígeno entrara a trompicones. Pero ya no respiraba. Se alejó, contenta por el trabajo. Le pareció demasiado fácil.
Pero, cuando uno juega con la muerte, nada puede hacer.

Ella, él -Capítulo 2-

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Sentado en el parqué de la habitación contempló con ojos vidriosos la escopeta que descansaba sobre el suelo del pasillo. LLelvaba así varias horas, pero él parecía no notarlo. Una lágrima resbaló por su mejilla, cayendo al suelo. Su respiración era suave, pero por dentro se acumularon los sentimientos que le obligaban a perder la compostura. De pronto apartó la vista, se secó las mejillas con la manga del jersey se levantó. Abrió el armario de un tirón, de donde sacó una mochila enorme. Allí metió toda su ropa y algo de dinero. Tras esto, fijó la vista en la habitación. No regresaría.



Bajó las escaleras rapidamente, cargando con la bolsa. Una vez en la planta de abajo, suspiró ruidosamente y se encaminó al exterior con paso ligero. Tarde o temprano descubrirían el cuerpo de Lissa y no había forma de retroceder en el tiempo. Así, con el corazón desbocado, caminó arrastrando los pies, sorteando los charcos, hacia un lugar en el que no le encontrasen.




Sonriente, acarició su tripa. Allí dentro había una personita que en varios meses lloraría a cada momento que pasase.


Lissa se acercó a una silla de la cocina y se sentó en ella, ignorando el echo de que ya no le hacía falta. Tamppoco tenía hambre, así que deció salir a dar una vuelta antes de que su marido volviera. Salió de la casa, y no se dio cuenta de que ya no necesitaba abrigarse. De que ya no sentía frío. Caminó hasta llegar a la carretera. Una vez allí se dirigió hacia el mercado. Allí, descubrió que la gente no se fijaba en ella. Pero lo pasó por alto. Varios minutos más tarde se alejó del tumulto del sábado por la mañana y paseó por el gran parque que pertenecía al pueblo. En él, los niños jubaban tranquilos, sin darse cuenta de nada. Tan solo un perro le gruñó al pasar, pero le pareció algo normal. Volvió a casa tras una larga caminata, pero ella seguía bien, no estaba cansada. Fue el contacto de la colcha de la cama lo que le hizo recordar. Un fugaz recuerdo en el que ellos dos se besaban apasionadamente. Volvió a la normalidad varios segundos después. Se asustó al ver encima del armario un arma. Se incorporó y lo intentó alcanzar. Cuando su mano rozó el borde del fusil otra ola de recuerdos se abalanzó sobre ella. El recuerdo de la bala atravesando su cuerpo la enfurenció. Frunció el ceño y se dijo que jamás se lo perdonaría. Jamás

Ella, él - Capítulo 1 -

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Lissa sabía que tarde o temprano debía decirselo, puesto que pronto sería demasiado evidente para esconderlo. Pero tenía miedo, miedo de lo que pudiese ocurrir, y sin embargo miedo de lo que no podría ser. Debía ser cautelosa a la hora de elegir las palabras adecuadas, pues sabía que un movimiento en falso desencadenaría un acción peligrosa, pero debía afrontar los echos tal cual. Era evidente que él tenía parte de la culpa. Debía decirselo cuando estuviera de buen humor, sino, las cosas podrían acabar en desastre. Y así lo hizo.
Cuando su marido llegó de una larga jornada labrando las tierras que les rodeaban, estaba más contento que nunca. Aprovechó aquella algría para decirle eso que tanto la preocupaba. Antes de aquello, le rogó de rodillas que por favor no se enfureciera. Pero nunca debió hacer eso, el temor se abalanzó sobre ella como un lobo a la caza de su presa.
Le miró a los ojos, intentano serenarse y soltó la bomba:
- Larry, hay algo que debes saber...-sus palabras fueron ahogadas, como si no quisiera que salieran de su boca- Yo...
Él la miró, esperando una explicación:
- Estoy embarazada, cariño- salieron rápidas, al instante.
La cara del hombre comenzó a tornarse de un color algo rojizo. Se acercó a Lissa, amenazante y le habló despacio, tanto que asustó a la pobre mujer:
- Eso se acabó.-le espetó a la cara- Acabaré contigo y con ese asqueroso engendro, ¿entiendes?
Su voz subió el tono poco a poco, mientras ella se encogía cada vez que él adelantaba su cabeza hacia la suya.
- Te lo advertí en su momento. No quiero niños... ¡Odio a los malditos seres asquerosos esos! ¡Y aún así has tenido el valor de salirte con la tuya!
La agarró por el cuello de la camisa blanca, acercándola a su cara. Comenzó a aprisionarla el cuello, por lo que escaseó el oxígeno y su cara se amorató. De pronto un ladrido irrumpió en la sala, seguidamente, el ladrido del perro de la pareja mordiendo a Larry, quien a su vez soltaba a Lissa. Ella respiró, angustiada. La cabeza le daba vueltas, pero debía escapar de allí antes de que aquel hombre enfurecido por la situación la matase. Tosió, puesto que el aire tardaba en pasar por su nariz y boca, y apoyándose en todo lo que encontraba a su paso, salió de la casa. Seguida de ella, el hombre que intentaba matarla, pero esta vez en sus manos tenía una pistola de caza, con la que a veces mataba algunas piezas para alimentarse. Pero en quellos momentos no era esa su intención. Apuntó hacia su cuerpo, que corriendo lo más que podía, intentaba escapar de aquel psicópata. Apretó el gatillo, dispuesto a terminar con su vida, y la bala acertó en la espalda de la víctma, atravesándola el pecho. Cayó al fango cubierta de sangre. Antes de espirar su último aliento, pronunció aquellas palabras que pronto le harían saborear la venganza:
- Volveré a por tí, maldito bastardo...
Él miró cómo el cuerpo de su mujer caía con suavidad, rodeada de manchas de sangre. Sus manos comenzaron a temblar, dejando que el fusil cayera también al suelo con un golpe seco.
"Pero.. ¿qué es lo que he hecho? se lamentó mirandola fijamente. "Levántate, por favor, levántate y perdoname" Pero ella siguió tendida en el suelo, muerta a manos de aquel hombre que la había echo feliz. Aquel hombre que no supo conservarla y que dejó que las minucias se apoderaran de su furia, para dejar su cordura bajo tierra.

Ella, él.

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Se sentó junto a una estufa aún llamante, sobre una silla de madera roída por el tiempo, mientras que su mirada se fijaba en los árboles del exterio,r que se lucían esplendosos bajo el sol otoñal. Sus hojas eran de un color amarillento, pero aún así contemplarlos era una acción gratificante. Se miró el brazo, donde una cicatriz Eso le llevó tres décadas atrás, donde aún era un hombre bueno, donde las desgracias comenzaron a sucederse como si de viento se tratase.


Allá por el 1980, una mujer caminaba bajo los primeros rayos de sol, llevando entre sus manos unas grandes bolsas de comida, que parecían pesar mucho. Hacía esfuerzos sobrenaturales por que los ojos no se le cerrasen por las caricias del débil sol otoñal sobre sus facciones. Su piel era tersa, reafirmada por un moño de cabellera rojiza que coronaba su cabeza. Cruzó la calle hasta llegar a un portal en el que descansó los brazos unos segundos. Tras esto, continuó calle arriba, trabajosamente. Al llegar al final de ella, las posó de nuevo y se atusó bien la larga falda y el abrigo que cubría sus hombros y volvió a cargar con ellas, encaminándose directamente hacia las tierras fangosas que se extendían frente a ella. Al fondo, una casita de piedra, era su meta. Al llegar allí, dejó que  un suspiro de satisfacción se escapara entre sus finos labios. Abrió la puerta con cuidado y entró a la casa, donde un perro le esparaba, moviendo la cola enérgicamente. Colocó todo en su sitio, mientras acariciaba sonriente al animal. Subió las escaleras de madera y entró en la habitacion; allí dejó sus botines bajo una silla y sus ropas sobre ella. De nuevo se metió en la cama junto con un hombre algo mayor que ella, y reposando la cabeza sobre la almohada, se tapó con las sábanas y cerró los ojos, agotada.


Él, sin embargo, despertó bien entrada la mañana, y frotándose los ojos pronunció algo ininteligible, al tiempo que despertaba a su mujer:
- Lissa, el desayuno...-pronunció aquellas palabras esperando que su mujer despertara y se levantara. Pero no fue así. Miró de reojo para constatar que estaba a su lado, y se sintió estúpido al ver el hueco vació que habóia dejado su cuerpo. Se desperezó estirándose, y tras calzarse con unas zapatillas ben calentitas bajó a la cocina a tomar su café bien cargado.
En la cocina, Lissa bailaba al ritmo de un soul, mientras se encargaba de fregar algunos cacharros de la pila. Él la miró huraño, mientras el brillo de sus ojos delataba una gran sonrisa que no se atrvía a salir por medio de sus gruesos labios. La barba de varios días habría dado algo de risa, por lo que la escena, era sin duda, cómica.
Se acercó lentamente hacia ella, mientras Lissa seguía enfrascada en sus movimientos. La agarró por la cintura, cuidadosamente, y la besó en el cuello. Ella sonrió al notar el contacto cálido de sus labios contra su piel, y pensó en la enorme suerte que tenía de estar junto a él.

El hijo del diablo -Capítulo 12-

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- ¿Seguro que estás bien?- estaba muy pálida por el esfuerzo. Aún no se había recuperado y estaba demasiado débil. Ella asintió cerrando suavemente los ojos.
Al rato, una enfermera rubia entró en la habitación para darles la noticia.
- Tan solo deberá estar varios días más aquí; después le daremos el alta y podrá irse a casa.
James sonrió ante la mirada feliz de Dan. No había sido capaz de irse sin él, y por suerte había estado controlando el hospital esos últimos días. Pero, en esos momentos, Elizabeth no debía estar nada contenta. Debían irse del hospital a un lugar más alejado, fuera del país. Había pensado en Alemania, o, incluso en cruzar el gran charco e irse a América. Sin embargo, debía ser Dan el que eligiera, puesto que era su dinero el que iban a utilizar. Se levantó de la silla y le preguntó:
- ¿Un café?
Afirmó con la cabeza, mientras miraba sonriente a Alice. James salió por la puerta, dirigiéndose a la máquina de cafés. Allí, su mirada se posó en todas aquellas personas que esperaban a sus familiares y amigos, a que salvaran sus vidas y pensó en lo que habría dado por estar en aquella situación, con aún una chispa de esperanza en su frágil corazón. Sin embargo la vida había sido cruel con él, y había hecho de las suyas con Hanna, la persona que más había amado, seguida de su hijo, Dan.
Al otro lado de la puerta, Dan besaba a Alice, ientras ella dormía apaciblemente. Estaba harto de esperar, de esperar días y días a que aquella muchacha a la que tanto amaba se recuperase. Quería vivir la vida con ella, pero no podía. Esperaba irse de aquel espantoso lugar aferrado a su mano, tan frágil como una muñeca de porcelana. Esperaba que aquella mujer, Elizabeth, se olvidara de ellos de una vez por todas y les dejara vivir en paz. Pero sabía que no se rendiría tan facilmente. Era un hueso duro de roer. La única solución era enfrentarse cara a cara con ella y hacerla entrar en razón, pero era una locura tan arriesgada que temía acabase mal. Y lo que menosd eseaba era tener más problemas. Aún así, estaba dispuesto a intentarlo. besó por última vez a Alice, tras esto asió su abrigo y con paso firme salió al exterior de la pequeña habitación. Su padre traía ya los cafés, y al verle enfundado en aquel abrigo negro, que anteriormente había sido suyo, se sorprendió. Le tendió uno de los vasos de plástico que  portaba en sus manos y le preguntó enarcando una ceja:
- ¿Se puede saber a dónde pretendes ir?
No tardó demasiado en contestar a la pregunta:
- Tengo que solucionar esto como sea; no podemos estar esperando a que nos maten.-exhaló algo de aire y continuó- No lo soporto, y lo sabes.
- Te acompaño-las palabras salieron apresuradas de su boca, sin pensarlo. Pero Dan negó con la cabeza.
- ¿Quién se quedara con Alice?
James se masajeó las sienes, descabezándose por encontrar la manera de no dejar sola a Alice.
- Iré yo-fue claro. Era la única forma de proteger a Dan y Alice.
- No creo que sea muy buena idea.-su hijo, al igual que él, intentaba encontrar la manera de proteger a Alice. Pero no la había.- Pero no puedo arriesgarme a perderla a ella también.
James recordó cómo se sintió al recibir la noticia de la muerte de Hanna y comprendió.
- No puede estar más claro-admitió, convencido- seré yo quién vaya.
Dan suspiró varias veces. Pero al final asintió, desolado. Aunque no lo dijera, lo pensaba; tampoco deseaba perderle a él. Y uno no podía jugársela a aquella mujer.
James apuró su café y cogió su abrigo. Bajó las escaleras del gran edificio, ante la mirada atenta de su hijo, que fija en su persona, le seguía mientras descendía con el corazón encogido. No tenía ni la menos idea de lo que haría, sin embargo estaba dispuesto a acabar con todo el sufrimiento. Dan, en la parte superior, respiró intranquilo. Tras esto, volvió a la habitación, donde Alice dormía plácidamente, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.
- Te qiero-sus palabras fueron sinceras; nunca se lo había dicho a nadie, pero era ya hora de que sacara a relucir sus pensamientos. Tras esto, durmió junto a ella.

Aparcó el coche frente al edificio blanco en el que residía aquella mala pécora. Cerró la puerta tras de sí, con un ruido sordo, sin apartar la mirada de los grandes ventanales que daban al exterior. Tras ellos, unos ojos azules y fríos como el hielo examinaron a aquel hombre. Un ex-servidor. Un hombre con mucho coraje, que pronto se vería reducido a cenizas. Sonrió pérfidamente.
Llamó al telefonillo de la entrada. Pero, como si supieran de su presencia, no le hicieron identificarse. Un escalofrío le recorrió la espalda ante este insignificante dato. Subió los peldaños de unos en uno, lentamente, como si temiera caerse en cualquier momento. Se temió lo peor, pero se consoló rozando con la llema de los dedos su magnífica pistola, escondida en los bolsillos interiores del abrigo. Cuando llegó a la planta superior, la puerta estaba entreabierta.
"Extraño" pensó. Sin embargo, entró, cuidadosamente. Dentro, todo estaba tranquilo. Se asutó ante la idea de que fuese una trampa, pero aún así continuó al mismo paso hasta el despacho de la señora Rumphleson, que como siempre, revisaba aquellos escritos y garabateaba con energía sobre ellos. Asomó la cabeza, y al ver que todo estaba en oreden se sentó frente a ella. Se aclaró la garganta y expresó sus pensamientos en alto, ante la ignorancia de aquella mujer.
- ¿Qué narices es lo que pretendes?-sus miradas se cruzaron, fugaces. James continuó hablando, firmemente- No puedo creer que después de todo intentes matarme. A mí a Dan. Después de todo...
Levantó la cabeza y sonrió. Pero su sonrisa no fue agradable precisamente. ´Su corazón era de piedra y hielo. Pero James sabía algo que nadie más conocía.
- Antes no eras así. Y es por él; no puedes soportar la idea de que se largara con otra, de que te echase en cara todo lo ocurrido. No puedes, y por eso tu coraza se hizo más fuerte, para evitar que nadie más te hicieran daño. Sin embargo, tú misma te lo haces. Y haces a los demás. No entiendes cómo en vida las cosas se han arreglado, cómo he podido dejar esto. Simplemente por qué soy feliz sin hacer daño al resto de la humanidad. Sé vivir tal cuál. La vida tiene sus pros y sus contras. Y con cada error te haces más humilde y entiendes que no todo puede estar bajo tus pies.
Elizabeth, apretaba la mandíbula con rabia, y con los ojos anegados en lágrimas. Lágrimas de dolor. Lágrimas verdaderas. Pero no soportaba el dolor que aquel hombre le causaba. Se había jurado que nadie más la angustiaría de aquel modo. Nunca más. Abrió uno de los cajones de su escritorio, mientras James continuaba con su discurso conmoveder. Se sentía tan herida que deseaba acabar con ese sufrimiento de la mejor forma que sabía. Pero James no era tonto y se había dado cuenta de todo. Así que, cuando el arma de aquella mujer apareció sobre la mesa se agachó, acongojado. Sacó su pistola y la apuntó, con la mirada fija en sus ojos. Ahora eran más azules, aclarados por las lágrimas que brotaban sin control, cayendo por sus mejillas.
- No lo soportas. No puedes con ello. Y lo sabes- la pistola cayó al suelo, mientras aquella mujer lloraba desconsolada. Escondió la cara tras sus manos, pero eso no le sivió de nada. James dio por concluida su misión. Pero se sorprendió al oír como la pistola era de nuevo tomada por aquella mujer. Se dio la vuelta justo a tiempo de ver cómo disparaba. Pero la bala ni siquera le rozó. Un sonido estridente se oyó detrás suya, mientras el yeso y la pintura volaban por los aires. Se agachó ade nuevo y la cogió por los pies. ella intent´´o dispararle varias veces más pero no lo consiguió. La inmovilizó con sus fuertes brazos y le quitó la pistola de la mano. Esta cayó de nuevo al suelo, disparándose sola al contacto con el suelo.Con un puntapié la alejó de su vista, perdiéndola en la gran estancia, ahora llena de papeles que volaban encima de sus cabezas. Nadie acudió para ver lo que ocurría, puesto que esa tarde no había nadie por los alrededores. La tumbó en el suelo, mientras la apuntaba con la pistola. Disparó a un lado de su brazo, rozándolo. Sus gritos desgarraron el ambiente. Se llevó la pistola en el bolsiilo y salió corriendo de aquel lugar, dándose toda la prisa que le fue posible. Se apeó a su coche, se abrochó el cinturón, y henchido de orgullo condujo por aquella ancha calle, hasta superar los límites de velocidad permitidos. Nunca controlaban esa calle. Al poco rato, llegó al hospital con una sonrisa de oreja a oreja. Entró en la habitación, donde los dos jóvenes dormitaban placenteramente. En varios días estarían fuera del país, los tres. Como una familia. Sonrió todo lo que pudo, se sentó junto a ellos, contento y él también durmió.


EPÍLOGO

Una semana después, camino a Alemania, los tres disfrutaban de unas vistas maravillosas desde el avión que les conducía a la capital de aquel hermoso país. Allí, muchos años antes había conocido a la madre de su hijo. Eso le trajo amargos recuerdos, pero deseaba recordarla con alegría, así que optó por pensar en los buenos recuerdos que aún guardaba de aquel espléndido viaje. A su lado, Dan y Alice sonreían encantados. Alice aún no estaba recuperada del todo, pero por suerte, la habían dado el alta dos días antes. Ninguno de ellos sabía lo que había ocurrido con la señora Rumphelson ni el motivo por el que James sonreía, pero eran detalles que se les quedaron insignificantes. Disfrutarían de lo lindo en aquel nuevo lugar. Estudiarían para sacarse la carrera. Así, podrían dejar atrás todo el sufrimiento y vivir juntos, apasionadamente, durante lo máximo posible. Los tres sonrieron al unísono.
Mientras, una mujer algo canosa, volaba en la dirección opuesta. Había aprendido a vivir la vida.
Otra persona, algo más arriba, también sonreía al ver que las cosas habían salido como esperaba.